martes, octubre 16, 2007

Un sol tapado por el eclipse


Hace unos días cambié mi rutina deportiva, por algo que parecía ser una carta segura. Ver la última obra de Ramón Griffero un miércoles popular a precio rebajado. Aparecer en Plaza Ñuñoa a mitad de semana tenía su desafío y me lo planteé como uno escénico. Me iría a un café a leer un libro, mientras esperaba calmadamente la hora de comienzo de la función. Pero Ñuñork no es para cafés, es un happy tour incesante, es copete con onda, que para la hora rayaría en lo lastimoso de un recorrido etílico no incorporado. No estaba otra parte, así que me conformé con un café que pudo ser más, si entendieran que esos lugares son para habitarlos o estar en ellos, no sólo para una reunión furtiva, el pecado de la gula o un simple consumo.

A una hora prudente, previa concientización que la obra comenzaba en su horario (muchos carteles nos recibían con esta advertencia), intenté llegar a mi ubicación. Los acomodadores al estilo de un guardia de supermercado mostraban un nerviosismo que no entendía y mantenían las puertas cerradas, tal como su fuese un concierto de rock a punto de reventar; una rara sensación para una sala de tradición como era ésta, al menos en mi imaginería mental. Cuando llegué por fin a mi butaca me di cuenta de la realidad de los miércoles populares, los que no eran otra cosa que los miércoles escolares, parece tan presentido por los acomodadores. La eterna pugna entre la adolescencia y el silencio obligado de estar en un lugar que probablemente no eligieron.

Como nada parecía querer funcionar a la hora ni a la altura del evento, busqué rápidamente la resignación, para lo que se anticipaba como el ruido de cabritas en un cine Hoyts o más teatralmente, la participación burlesca de la populis en medio de la representación. Si mis presentimientos se hubiesen hecho realidad, habría descargado mi indignación en estas líneas, pero al contrario me siento en deuda con esos púberes mass-media que mantuvieron la compostura, tolerando una obra larguísima e intentando incluso al final de ella, comprender e interpretar lo que habían visto, sin resultados positivos por cierto.

Yo que admiro a Griffero, que he visto varias de sus obras y conozco algunos detalles biográfico de su carrera, esta vez me sentí resistiendo la obra, atrincherado ante ese bombardeo de textos, diálogos y monólogos interminables, intentando vislumbrar el todo que hilvanaría el final de la historia y me haría asombrarme una vez más.

Pero no hubo nada de eso. Algo familiarizado con una obra dentro de una obra, como concepto y crítica, pero en Griffero no se veía natural, sino más bien exageradamente siútico. Yo no quería un teatro cervantino, aún cuando fuese una ironía postmoderna; no quería una estética neobarroca tan difícil de digerir como esa escritura fragmentada de Lezama Lima; sino quería un teatro que fluyera incorporando todos los elementos a su haber y no lo encontré. Hasta el título tuve que aprenderlo de memoria, porque sencillamente se me desprendía y aún creo que no fue la mejor elección. Yo le pondría “travesía de lo imposible” o algo por el estilo.

Griffero, el Almodovar de las tablas. Alguien que despierta la emoción basal, rápida, efectista y efectiva, logrando una reflexión en temas socialmente complejos. El colectivo, el yo, sus contradicciones y cambio de roles y simultaneidades los admiré y fui por más de eso y volí esta vez con las manos vacías. Sin embargo sigo admirándote a pesar de ti y esperaré tu siguiente obra.